domingo, 18 de noviembre de 2012



Hoy revuelvo a mi blog, después de esperar a que los señores de Microsoft renueven y maquillen la versión que ya me valía de antes del Word.
Me la revolucionan y me ponen de los nervios como cualquier cosa que entrecorte mi creatividad, que me viene de golpe como un estornudo y si no la aprovecho en ese momento, se me olvida en la misma franja de tiempo que el susodicho (estornudo).
Hoy os voy a contar otro cuento que nadie va a leer. Me he acostumbrado a ser invisible y si me lee la gente tal vez olvide para siempre este acto onanista en el que me congratulo y me doy un gustazo diciendo las chorradas que me vienen a la boca.

Como empiezan los cuentos:
Érase una vez:
En un mundo de fantasía multicolor, donde toda vida terrestre, aérea y suburbana (las más interesantes siempre), convivían en plácida armonía y dicha… (cantan pajarillos, rezuma el aire de aromas embaucadores y música interpretada por un cuarteto de ángeles afeminados con guitarra), vivían en distintas ciudades Paquito y Frasquita.

Estos seres humanos, como tú, como yo, no se conocían, de hecho era bastante complicado, porque como he dicho, vivían en ciudades diferentes.
Un día, sin venir a cuento, van y se encuentran en el chat de más de 40, cosa muy despreciable, horrorosa y que nadie conoce, por supuesto.
Si lo uso en la historia es porque estoy hablando de ficción obviamente, y todos lo sabéis; no porque crea que estas excentricidades existan.

Pues resulta que en estos círculos de contactos (que no lo digo yo, que me lo han dicho), van y se encuentran estos dos catetillos. Él, muy conocido de sus seres queridos, todos ellos viviendo ya en el extranjero del corazón; ella, muy metidita en sus quehaceres del puchero gitano, investigando la fórmula perfecta de la blandura del garbanzo.

Van y se conocen y se ponen a hablar, un día y otro, en lo que llega el día en que ella le quiere dar a probar sus garbancitos a él y resulta que él, aunque muy agradecido y deseoso, se niega a probarlos, porque no sabe cómo usar los dientes que su madre le parió.
Entonces (este cuento es muy corto, lo aviso), ella pensó que todo el tiempo empleado en couching culinario no le servía para compartir, que sus guisitos tenía que comérselos ella sola.
Por su parte, él, aunque tenía hambre voraz de garbancitos, no pudo reconocer nunca que sentía hambre y de hecho, estaba convencido de que no lo tenía aunque las tripas le cantaran rancheras.
¿Qué podía pasar?... Pues pensad que para algo tenéis orejas.
Este cuento me lo acabáis vosotros por vuestra cuenta.

Moraleja: ¿Hay algún cuento que no la tenga?



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